“No hay regalos, vamos a hacer una fiesta”. Esa es la frase que más se repite entre los integrantes de la comunidad indígena Emberá, a quienes el fin de año alcanzó, una vez más, en la capital del país.
A pocos kilómetros de la Plaza de Bolívar se encuentra la Unidad de Protección Integral (UPI) La Rioja, en la localidad de Los Mártires. Este recinto funciona desde 2022 como uno de los principales asentamientos para cerca de 500 personas, entre niños, jóvenes y adultos, que llegaron a la ciudad desplazados de sus territorios.
La FM se adentró en este albergue temporal para conocer cómo viven las festividades lejos de sus raíces. Tras el robusto portón azul, custodiado por funcionarios de Integración Social y la guardia indígena, se percibe una comunidad que intenta preservar sus tradiciones ancestrales en un entorno que les resulta ajeno.
Tradiciones limitadas por el asfalto
Aunque el enfoque de los Emberá es la conservación de sus costumbres, el choque con la vida urbana es evidente. Los líderes explican que en sus territorios la celebración incluye grandes comidas y actos colectivos; sin embargo, en Bogotá, el festejo se ve condicionado.
“Allá en el territorio hacemos fiesta, fritangas y chicharrones. Aquí no podemos porque los vecinos se incomodan. Respetamos porque esto es una ciudad y estamos en un barrio, pero en nuestra tierra tenemos libertad”, relató Alfonso Moyano, líder de la comunidad.
Pese a las restricciones del Distrito —que ha regulado el ingreso de alcohol al alojamiento— y a las precarias condiciones de hacinamiento y salubridad, los Emberá intentan mantener el espíritu festivo dentro de sus carpas con platos típicos como el tamal y la chicha.
El silencio de las donaciones
Al cruzar el umbral de La Rioja, los salones que hoy sirven como alcobas, cocinas y tendederos revelan una realidad cruda. “¿Qué nos traen para este año nuevo?”, es la pregunta que reciben los visitantes.
Más allá de la hospitalidad, los rostros reflejan la tristeza de una Navidad marcada por la escasez. Los líderes denuncian que, hasta la fecha, los niños no han recibido obsequios por parte del Distrito, fundaciones o particulares.
“Nuestro diciembre está muy triste. Pido a la Unidad de Víctimas que no nos desconozca; somos indígenas, pero también colombianos”, manifestó Saúl Cheché, otro de los líderes. Mientras Cheché habla de su fe en Tachancoré (su Dios), a pocos metros, madres adolescentes observan a sus hijos jugar con juguetes antiguos y deteriorados.
Entre el olvido y la supervivencia
Doria Molano, habitante de la UPI, señala que las restricciones administrativas dificultan incluso la ayuda externa. “Es muy difícil que una fundación traiga comida o regalos porque los gestores no lo permiten; a veces ni siquiera dejan ingresar gas para cocinar. No hay regalos, pero haremos fiesta”, sentencia.
Aunque sobre el asentamiento pesa una orden de desalojo, la comunidad clama por una reubicación digna dentro de la ciudad. Hernán Puyano, vocero Emberá, resume el sentir colectivo: “Ni siquiera hemos recibido ayudas. Toca pasar la Navidad aquí; estamos desplazados, pero estamos sobreviviendo”.